El debate de las mascarillas: ¿ciencia o política?

El debate de las mascarillas: ¿ciencia o política?

El debate de las mascarillas: ¿ciencia o política?

Ewa Chmielewska (@ewa_chmielewska)

18 de agosto 2020

Si un extraterrestre (o simplemente un extranjero) se encontrase de repente en el medio de una plaza de una ciudad española y viese a personas que en una terraza de un bar se ajustan una vez tras otra una mascarilla repleta de gérmenes mientras introducen en la boca trozos de calamares con los mismos dedos que acaban de tocar la pantalla de su teléfono móvil -objeto del todo menos estéril- lo último que pensaría es que estas personas siguen medidas sanitarias. Si este mismo observador viese a personas con las caras tapadas desde la nariz hasta la barbilla, respirando con dificultad mientras dan un paseo en un descampado en el medio de una ola de calor, podría interpretar que se trata de un rito religioso o un experimento social, pero en ningún caso se le ocurriría atribuir este comportamiento a una recomendación médica.

Nos encontramos en un momento realmente curioso. Por una parte, no hay ningún estudio científico que justifique el uso generalizado de mascarillas en la población como medida de reducción de transmisión de SARS-CoV-19 ni de ningún otro virus respiratorio. Ante esta falta de evidencia científica, estamos presenciando una avalancha de artículos de prensa u opiniones de tertulianos de la televisión española que nos aseguran que los expertos están de acuerdo en que hay que llevar mascarillas para evitar la transmisión. No se dejen engañar. No existe una publicación informada y honesta que utilice la frase «los expertos están de acuerdo». Si ven algo así, pueden ahorrarse la lectura. Probablemente se trata de un artículo sensacionalista que en el mejor de los casos manipula la información, en el peor se la inventa.

Estamos muy lejos de tener un consenso con respecto al uso de la mascarilla en población general. Pensemos que países como Holanda, Noruega, Suecia o Dinamarca no han recomendado el uso generalizado de mascarillas en sus poblaciones porque sus expertos no lo avalan. Como explican Carl Heneghan y Tom Jefferson, epidemiólogos de la Universidad de Oxford, no hay ni un estudio de calidad que demuestre la eficacia de la mascarilla y los estudios que se citan para recomendar esta medida no presentan evidencia suficiente como para justificar su introducción en la población general. A muchas personas la funcionalidad de la mascarilla les puede parecer de sentido común, pero recordemos que en el caso de virus de la gripe nunca se llegó a demostrar que la mascarilla redujera la transmisión del virus de manera significativa ni siquiera en sanitarios, instruidos en el uso de la misma, tal y como lo podemos leer en la revisión del pasado mayo hecha por Centers of Disease Control and Prevention (CDC) americana. No hay que perder de vista que en todo caso se trata de una medida cuya relevancia es muy discutible. ¿Realmente tiene sentido que nos convirtamos, por esto, en una dictadura de chivatos?

Hay que tener en cuenta que las recomendaciones oficiales de esta índole incluyen siempre un difícil compromiso entre la ciencia y la política. De esta regla no se salva la OMS, organización del todo menos libre de presiones políticas o de influencias del complejo industrial farmacéutico-médico. Sin embargo, ni siquiera siguiendo la última actualización de la OMS como si fuera palabra sagrada, se justificarían las medidas totales y totalitarias impuestas en España, pues el uso de mascarilla tiene su letra pequeña. En la página de la OMS hay todo un protocolo ideado para evitar que el uso inadecuado de mascarilla lleve a un aumento de contagios en vez de su reducción – la OMS, al fin y al cabo, prefiere guardarse las espaldas al estilo más puramente neoliberal antes que tomar plena responsabilidad por la manera en que se imponen sus propias recomendaciones. Según este protocolo, hay que lavarse las manos antes de quitarse la mascarilla, después cautelosamente apartarla de la cara, tirarla o guardarla en una bolsa para el futuro lavado, y luego lavarse las manos otra vez. De ninguna manera está previsto volver a ponerse la mascarilla usada y, menos aún, hacerlo repetidamente entre sorbos de cerveza. La misma guía indica también que no se puede llevar la mascarilla que dificulte la respiración, y que no se use una que esté sucia o húmeda. En base a esto, cuando sudamos y perdemos aliento en plena ola de calor, incumplimos todas estas reglas. Sin embargo, los anuncios de gobiernos autonómicos como los de Madrid o Aragón nos invitan a no hacerle caso al calor o la sensación de ahogo que nos produce la mascarilla, sugiriendo que «en el crematorio hace más calor» obligándonos a que ignoremos señales mediante las cuales nuestro propio cuerpo nos avisa de que algo va mal. Lo grave, además, es el tono inusualmente violento y gratuitamente moralista de estos anuncios, no aceptable en una democracia, que podría incitar a violencia hacia los ciudadanos «sin mascarilla» al compararlos nada menos que con asesinos.

Si a alguien le parece exagerada la insistencia en que una medida de esta característica debiera ser científicamente probada antes de introducirse a una gran escala, recordemos que la recomendación de poner a bebés a dormir boca abajo también parecía de sentido común cuando se introdujo en los años 60 y nadie se imaginaba que aumentaría, sin embargo, en lugar de reducir, la incidencia del síndrome de muerte súbita en bebés. En Inglaterra el uso de mascarilla sigue siendo objeto de un fuerte debate. ¿Se trata de una medida sanitaria o política? Según el reportaje de Deborah Cohen para la BBC, la OMS desaconsejaba hasta hace poco el uso de mascarilla, pero cambió su recomendación el 6 de junio por presiones políticas. Mientras tanto en España, ante la sorprendente falta de discusión pública al respeto, el orden de llevar la mascarilla se ha extendido hasta los límites de lo absurdo. Ya no se trata de usarla durante la compra en un supermercado y descartarla inmediatamente después de manera segura. Ahora lo único que parece importar es la imagen mediática: que todos tengan siempre la cara tapada, aunque sea con un trapo sucio y sin que importen las circunstancias. El problema es que el uso de mascarilla al que se nos obliga en España es esencialmente incorrecto e irresponsable, como cuando tenemos que caminar con la mascarilla puesta al aire libre, teniendo que ajustarla varias veces al día mientras sudamos o incluso nos mareamos. La extrema incomodidad de esta medida hace, además, que para muchas personas pasear al aire libre se convierta en una actividad insoportable y decidan directamente quedarse en casa. Tengamos en cuenta que, mientras que el efecto de la mascarilla sigue siendo objeto de debate, la actividad física, la vitamina D y el bienestar general tienen un impacto indiscutible: todos estos factores ayudan a nuestras defensas y aumentan de esta manera la probabilidad de que combatamos los virus. Quizás no tiene sentido que evitemos los paseos en la naturaleza o que disminuyamos las salidas de casa. No querríamos descubrir dentro de unos meses que este aparentemente insignificante cambio de hábitos al que de facto se nos incita haya aumentado el número de casos graves, en vez de reducirlos, igual que podría tener el efecto contrario al previsto el aumento de los llamados «comportamientos de riesgo compensatorios», como cuando guardamos menos la distancia por la falsa sensación de seguridad que otorga la mascarilla.

El problema de tomar decisiones en base a estudios de poca calidad, ignorando evidencia de lo contrario y, sobre todo, basándose en modelos matemáticos que por definición simplifican la realidad, es que hay múltiples factores, a veces indirectos, que no se toman en cuenta y que podrían invertir el efecto previsto de dichas decisiones. La mascarilla podría reducir la transmisión del virus, pero podría también aumentarla, o podría reducir la transmisión pero aumentar el número relativo de casos graves. Solo un estudio aleatorio, controlado, propiamente ejecutado puede decirnos cuál es el efecto real de una medida. No puede ser que se impongan reglas que tan drásticamente afectan las libertades básicas de los ciudadanos y su bienestar en base a argumentos o algoritmos simplistas. Estamos ante un abuso de poder estatal sin precedentes, que no se justificaría ni siquiera para introducir medidas realmente probadas. Si no empezamos a cuestionar este nuevo orden jurídico que se nos está implantando de manera frontal y nada sutil, ¿cómo explicaremos a futuras generaciones que no se puede meter en la cárcel a una embarazada por tomarse una loncha de embutido, ni sacarle la custodia a unos padres que se niegan a poner a su bebé a dormir en la posición que se proclama como la única segura, si así lo pide el experto de turno?

El uso de la mascarilla como herramienta política no se puede obviar. Lo confirma el director de la OMS cuando habla de su función como instrumento de persuasión: ”Al usar una máscara, estás enviando un poderoso mensaje a quienes te rodean de que todos estamos juntos en esto”. La mascarilla funciona claramente como un instrumento de control social, que permite moldear la percepción de lo que una población considera como aceptable y no-aceptable, entrenando al mismo tiempo a los ciudadanos en cortocircuitos mentales que le convienen al mercado. En este sentido la mascarilla sirve igual como serviría una pulsera o un gorro, o que nos mandasen saltar en una pierna en vez de caminar, o incluso que nos echásemos agua fría encima y lo compartiésemos en medios sociales, como hacían los usuarios de Facebook para combatir la esclerosis lateral amiotrófica. Se trata de crear un consenso social, condición necesaria para asegurar la distribución de recursos públicos y privados según convenga al poder, sea este el poder político o poder económico. Quizás la próxima vez que veamos a una persona que camina por la calle sin mascarilla, deberíamos parar por un momento, pensar con tranquilidad y preguntarnos si realmente llamar a esa persona un irresponsable (o sugerir que es un asesino, como han hecho varios anuncios de comunidades autónomas) tiene algún tipo de sentido y si esta es la sociedad en que queremos vivir. Es difícil salirse de moldes de pensamiento precocinados cuando todos consumimos esos moldes a diario, pero es más que nunca esencial que nos independicemos del estatus quo conceptual que se nos vende mediante anuncios de televisión baratos y tertulias construidas en base a un puñado de argumentos dados de antemano.

La razón por la cual una parte de la población respalda la implementación de medidas excesivas se encuentra en una falsa creencia que dicta que, ante la duda y falta de evidencia, «es mejor pasarse que quedarse cortos». Esta idea, de aparente sentido común, forma parte de las falsas creencias acerca del rol de la medicina que son muy perjudiciales para los pacientes, pues hacen que muchos se sometan voluntariamente a tratamientos excesivos e innecesarios, a veces con consecuencias trágicas. Se trata, al fin y al cabo, de algo que está en nuestra naturaleza humana: ante los problemas, preferimos tomar acción más que ser pasivos. Si a un enfermo con diagnosis de un cáncer muy avanzado y extendido un oncólogo le anuncia que su tumor no califica para operar, habrá quienes buscarán a un médico más atrevido (aunque no necesariamente más ético), dispuesto a extirpar el tumor de todas maneras, a pesar de que en muchos casos ser más radicales no mejora la prognosis, pero puede rebajar drásticamente la calidad de la poca vida que le queda al paciente, o incluso acabar con la misma.

Este problema, llamado iatrogenia, es más común de lo que parece, pues es bien sabido que la medicina también puede matar. En los Estados Unidos, por ejemplo, la tercera causa de muerte se atribuye a los errores médicos y terapias excesivas. Al mismo tiempo, se estima que 20-30% de los tratamientos son innecesarios, debidos en muchos casos al ánimo de lucro. Pero no todo es tan simple: los médicos que avalan tratamientos excesivos no siempre lo hacen para sacar beneficio, pues ellos y ellas son también seres humanos y en demasiados casos caen en la trampa de verse como héroes, como si de los protagonistas de Grey’s Anatomy se tratase. A este problema intenta enfrentarse la medicina conservadora, enfoque que aboga por la necesidad de educar a los sanitarios en que a veces es mejor «no hacer nada». Primum non nocere.

La idea de que «es mejor pasarse que quedarse cortos» le viene perfecta a los políticos que quieren evadir riesgos relacionados con el ejercicio de gobernar. Se trata de la estrategia neoliberal de lavarse las manos o «cubrirse el culo» («cover your ass«), propio de un management de empresa, y que en los Estados Unidos ha permeado todos los aspectos de la vida, la medicina incluida, con consecuencias a veces trágicas. No sería exagerado decir que es esta justo la idea que desde el principio de la pandemia ha moldeado la estrategia de España. El lema «un día más es un día menos» con el que tanto nos han bombardeado desde las pantallas de nuestras casas confinadas, es otro ejemplo de esta misma filosofía. Se trata de un enfoque que nada tiene que ver con la ciencia, y menos con la medicina, pues no hay ni una medida, ni un tratamiento que sería justificado extender más allá de lo estrictamente necesario. De otra manera, la cura se convertiría en veneno.

¿Por qué el lema de «pasarse en vez de quedarse cortos» les gusta tanto a los oficiales del gobierno central y a los gobernantes de las CCAA? Porque el riesgo de no implementar una medida, aunque esta sea excesiva, caería en ellos, mientras que las consecuencias de ser demasiado drásticos nos afecta a nosotros, los ciudadanos. Los políticos (y también algunos epidemiólogos o incluso médicos) prefieren «pasarse» porque nadie les pide que no se pasen. ¿Tiene esto algún límite? A no ser que lo pongamos nosotros, los ciudadanos, pidiendo que se expongan de manera clara los criterios según los cuales se imponen cada una de las medidas, y que estas se negocien con la ciudadanía, los criterios serán, igual que lo son ahora, de naturaleza política. ¿En qué momento, exactamente, hemos decidido, como ciudadanos, que el objetivo ya no es «aplanar la curva» sino que queremos «eliminar el virus» o incluso «parar la vida hasta que llegue la vacuna», ambos objetivos tan irreales como macabros y que, a no ser que rectifiquemos, pronto acabarán con la propia sociedad que pretenden salvar? ¿Por qué van a relajar las autoridades las medidas gratuitamente opresivas, como el orden total del uso de mascarilla, si son precisamente estas medidas las que les permiten echar la culpa de los rebrotes a los ciudadanos? Tener entretenida a la ciudadanía con las mascarillas permite asegurar, además, que no surja crítica a las gestiones que se han tomado hasta ahora.

Es muy fácil poner a un guardia de seguridad en un tren vigilando el uso de la mascarilla mientras se recorta el número de trenes disponibles, o culpabilizar a los niños de la muerte de los ancianos confinados en las residencias con el virus. El problema es que este juego es mucho más peligroso de lo que parece. La manipulación de masas mediante una estrategia de culpabilidad colectiva puede disminuir, por un momento, el desafecto hacia las autoridades, canalizando la rabia y la desesperación de unos ciudadanos en otros. Se trata de una estrategia propia de cárceles y campos de concentración, donde unos presos se convierten en verdugos de otros. La violencia verbal que se ocasiona por todo esto en las calles parece inocua por ahora, y podríamos pensar que algún «policía de mascarilla» tampoco hace mal mientras ayuda a controlar a los disidentes. Pero la historia demuestra que jugar gratuitamente con la violencia no suele acabar bien. No digan después que no sabían lo que pasaba.

Dejémoslo así por ahora. Sugerir que las élites políticas y económicas, o los mega-emporios farmacéuticos y tecnológicos, tienen otras intenciones que beneficiarnos a todos se ha convertido en el primer paso para ser públicamente apedreados. Todos sabemos, al fin y al cabo, que la nueva aristocracia mundial ya no es corrupta como antes y que su único objetivo es que estemos sanos y libres. Con el viejo rey expulsado por corrupto y putero, podemos estar tranquilos: los nuevos poderes están aquí porque lo han excedido en bondad, caridad y mérito.

NOTA BIOGRÁFICA: Ewa Chmielewska (@ewa_chmielewska) es licenciada en medicina por la Universidad Médica de Gdansk y doctora en estudios hispánicos por la Universidad de Nueva York. Ha sido profesora en New York University, University of Colorado, Fordham University y Trinity College. Su investigación se centra en las intersecciones entre la ciencia y las humanidades, así como en la relación entre los paradigmas éticos, políticos y epistemológicos temprano-modernos.  Está preparando un libro titulado Razón comprometida: la ética de cuidado y el mito de la objetividad científica. Una historia del pensamiento vulnerable desde el Renacimiento hasta nuestros días.

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