La medicina como religión / Giorgio Agamben

La medicina como religión / Giorgio Agamben

La medicina como religión / Giorgio Agamben

Que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, en la que la gente cree, es evidente desde hace tiempo. En el Occidente moderno han coexistido, y hasta cierto punto siguen coexistiendo, tres grandes sistemas de creencias: el cristianismo, el capitalismo y la ciencia. En la historia de la modernidad, estas tres «religiones» se han cruzado necesariamente varias veces, entrando en conflicto de vez en cuando y luego reconciliándose de diversas maneras, hasta llegar gradualmente a una especie de coexistencia pacífica y articulada, cuando no a una colaboración absoluta en nombre del interés común.
El nuevo hecho es que entre la ciencia y las otras dos religiones se ha reavivado, sin que seamos conscientes de ello, un conflicto subterráneo e implacable, cuyos resultados victoriosos para la ciencia están hoy ante nuestros ojos y determinan todos los aspectos de nuestra existencia de una manera sin precedentes. Este conflicto no se refiere, como en el pasado, a la teoría y los principios generales, sino, por así decirlo, a la praxis cultual. De hecho, también la ciencia, como cualquier religión, conoce diferentes formas y niveles a través de los cuales organiza y ordena su estructura: la elaboración de una dogmática sutil y rigurosa se corresponde en la praxis con un ámbito cultual extremadamente amplio y capilar que coincide con lo que llamamos tecnología.
No es sorprendente que el protagonista de esta nueva guerra religiosa sea aquella parte de la ciencia en la que la domática es menos rigurosa y el aspecto pragmático es más fuerte: la medicina, cuyo objeto inmediato es el cuerpo vivo de los seres humanos. Intentemos fijar los caracteres esenciales de esta fe victoriosa con la que tendremos que contar cada vez más.

1) El primer carácter es que la medicina, al igual que el capitalismo, no necesita una dogmática especial, sino que simplemente toma prestados sus conceptos fundamentales de la biología. Sin embargo, a diferencia de la biología, articula estos conceptos en un sentido gnóstico-maniqueo, es decir, según una oposición dualista exagerada. Hay un dios o principio maligno, la enfermedad, cuyos agentes específicos son las bacterias y los virus, y un dios o principio benéfico, que no es la salud sino la curación, cuyos agentes cúlticos son los médicos y la terapia. Como en cualquier fe gnóstica, los dos principios están claramente separados, pero en la práctica pueden contaminarse, y el principio benéfico y el médico que lo representa pueden equivocarse y colaborar involuntariamente con su enemigo, sin que esto invalide en absoluto la realidad del dualismo y la necesidad del culto mediante el cual el principio benéfico libra su batalla. Y es significativo que los teólogos que deben establecer la estrategia sean los representantes de una ciencia, la virología, que no tiene un lugar propio, sino que se encuentra en la frontera entre la biología y la medicina.

2) Si esta práctica cultual era hasta ahora, como toda liturgia, episódica y limitada en el tiempo, el fenómeno inesperado al que asistimos es que se ha convertido en permanente y omnipresente. Ya no se trata de tomar medicamentos o someterse a un examen médico o a una intervención quirúrgica cuando sea necesario: toda la vida del ser humano debe convertirse en el lugar de una celebración cultual ininterrumpida en todo momento. El enemigo, el virus, está siempre presente y hay que combatirlo sin descanso y sin tregua posible. Incluso la religión cristiana conoció tendencias totalitarias similares, pero sólo afectaban a ciertos individuos -en particular a los monjes- que elegían poner toda su existencia bajo la bandera de «rezar sin cesar». La medicina como religión recoge este precepto paulino y, al mismo tiempo, lo trastoca: donde antes los monjes se reunían en los monasterios para rezar juntos, ahora el culto debe practicarse con la misma asiduidad, pero manteniéndose separados y a distancia.

3) La práctica del culto ya no es libre y voluntaria, expuesta sólo a sanciones espirituales, sino que debe hacerse normativamente obligatoria. La connivencia entre la religión y el poder profano no es ciertamente un hecho nuevo; lo que es nuevo, sin embargo, es que ya no se trata de la profesión de dogmas, como ocurría con las herejías, sino exclusivamente de la celebración del culto. El poder profano debe procurar que la liturgia de la religión médica, que ahora coincide con toda la vida, se observe puntualmente en la práctica. Que se trata aquí de una práctica cultual y no de una exigencia científica racional es inmediatamente evidente. La causa más frecuente de mortalidad en nuestro país son, con mucho, las enfermedades cardiovasculares, y es bien sabido que éstas podrían reducirse si se practicara un modo de vida más saludable y se siguiera una dieta determinada. Pero a ningún médico se le había ocurrido que esta forma de vida y de alimentación, que recomendaban a sus pacientes, se convirtiera en objeto de una normativa legal, decretando ex lege lo que se debe comer y cómo se debe vivir, convirtiendo toda la existencia en una obligación sanitaria. Esto es exactamente lo que se ha hecho y, al menos por ahora, la gente ha aceptado como algo natural renunciar a su libertad de movimiento, a sus trabajos, a sus amistades, a sus relaciones sociales, a sus convicciones religiosas y políticas.
Se mide aquí cómo las otras dos religiones de Occidente, la religión de Cristo y la religión del dinero, han cedido la primacía, aparentemente sin lucha, a la medicina y la ciencia. La Iglesia ha repudiado pura y simplemente sus principios, olvidando que el santo cuyo nombre tomó el actual pontífice abrazó a los leprosos, que una de las obras de misericordia era visitar a los enfermos, que los sacramentos sólo pueden administrarse en presencia. El capitalismo, por su parte, aunque con algunas protestas, aceptó pérdidas de productividad que nunca se había atrevido a tener en cuenta, probablemente con la esperanza de llegar más tarde a un acuerdo con la nueva religión, que parece dispuesta a transigir en este punto.

4) La religión médica recogió sin reservas del cristianismo la instancia escatológica que éste había abandonado. El capitalismo, al secularizar el paradigma teológico de la salvación, ya había eliminado la idea de un fin de los tiempos, sustituyéndola por un estado de crisis permanente, sin redención ni fin. Krisis era originalmente un concepto médico, que designaba en el corpus hipocrático el momento en que el médico decidía si el paciente sobreviviría a la enfermedad. Los teólogos han adoptado el término para indicar el Juicio Final que tiene lugar en el último día. Si se observa el estado de excepción que vivimos actualmente, se diría que la religión médica combina la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana de un tiempo final, de un eschaton en el que la decisión extrema está siempre en curso y el final se precipita y se pospone a la vez, en un intento incesante de poder gobernarlo, pero sin resolverlo nunca de una vez por todas. Es la religión de un mundo que se siente al final y que, sin embargo, es incapaz, como el médico hipocrático, de decidir si sobrevive o muere.

5) Al igual que el capitalismo y a diferencia del cristianismo, la religión médica no ofrece ninguna perspectiva de salvación o redención. Por el contrario, la curación que pretende sólo puede ser provisional, ya que el Dios maligno, el virus, no puede ser eliminado de una vez por todas, al contrario, muta constantemente y adopta nuevas formas, presumiblemente más arriesgadas. La epidemia, como sugiere la etimología del término (demos es en griego el pueblo como cuerpo político, y polemos epidemios es en Homero el nombre de la guerra civil) es ante todo un concepto político, que está a punto de convertirse en el nuevo terreno de la política mundial, o de la no política. De hecho, es posible que la epidemia que estamos viviendo sea la realización de la guerra civil mundial que, según los politólogos más cuidadosos, ha ocupado el lugar de las guerras mundiales tradicionales. Todas las naciones y todos los pueblos están ahora duramente en guerra consigo mismos, porque el enemigo invisible y escurridizo con el que están en guerra está dentro.

Como ha sucedido muchas veces a lo largo de la historia, los filósofos tendrán que volver a entrar en conflicto con la religión, que ya no es el cristianismo, sino la ciencia o la parte de ella que ha tomado forma de religión. No sé si se volverán a encender las piras y se pondrán los libros en el índice, pero ciertamente los pensamientos de los que siguen buscando la verdad y rechazan la mentira imperante serán, como ya está ocurriendo ante nuestros ojos, excluidos y acusados de difundir noticias falsas (noticias, no ideas, ¡ya que las noticias son más importantes que la realidad!) Como en todas las épocas de emergencia, real o simulada, volveremos a ver a los ignorantes calumniando a los filósofos y a los canallas intentando sacar provecho de las desgracias que ellos mismos han provocado. Todo esto ya ha ocurrido y seguirá ocurriendo, pero los que testifican por la verdad no dejarán de hacerlo, pues nadie puede testificar por el testigo.

2 de mayo de 2020
Giorgio Agamben

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